“Ser poeta no es una ambición mía:
Es mi manera de estar solo”
Fernando Pessoa
Las miradas aparecen y desaparecen. En un momento, pupila contra pupila, se puede encontrar el mejor y más grande abecedario de la personalidad de un ser humano. Nunca he sido un observador, pero he aprendido que el silencio es el mejor aliado para llegar a comprender muchas cosas en este mundo. El amor, la apatía, la envidia, el afán de creerse superior, todo se podía encontrar. Desde mi primera novela me di cuenta que para conseguir algo en la vida hace falta mirar los movimientos de todo lo que nos rodea, leer los objetos, hacer de lo que vemos un poema visual porque para interpretarlos hace falta mirar mucho más allá de donde llega nuestra vista.
Y no paraba de atormentarme la mirada de Lucía que, con unos diecinueve años demasiado bien llevados, pasaba de ciudadano a ciudadano por todas las partes del mundano autobús de la línea 6 que unía San Sebastián de los Reyes con la frenética y cosmopolita Madrid, la urgencia de su trabajo le hacía coger día tras día esa línea para acercarse hasta la capital. Pero pronto encontró un punto fijo en su recorrido visual. Juan creía que aún era domingo. Su profundo sueño no se solía remediar hasta bien pasado el miércoles de la semana pero acertó al fijarse en los inmensos ojos verdes de la chica con el cabello más dorado que había visto nunca. Juan no permitiría que a sus frescos y jóvenes diecinueve años, la locura guiara su vida por ese camino tan incierto y bacheado que todos debemos, algún día, pasar. No quiero romper la barrera, se repetía día tras día en ese asiento junto a la ventana en el que depositaba su desafortunada vida, llena de desasosiegos y desesperanza que como él se recordaba continuamente: pronto terminaría.
Pero el sol se ponía y volvía a salir, así repetidas veces. Calmaba a las plantas y a los pobres transeúntes de la gélida noche. Pero tenía su parte mala: el sol te daba la noticia de que otro día empezaba y aquel en el que habías soñado ser Borges y tener tu propia Rosa de Paracelso, se había ido y hoy tan sólo eres el escritor de unos poco plausibles
Horóscopos de contraportada de barato periódico local. Y Juan no se quitaba de la cabeza el oro que culminaba esa perfecta armonía de elegancia y sensibilidad que era Lucía. No le iba a hablar. No quería parecer un pervertido, ni quería molestarla; era tan hermosa.
No lo entiendo, se decía Lucía. No entendía que sin hablar con una persona, alguien se pudiera sentir atraído o atraída de tal modo que las noches se terminarán con su imagen y los días despuntaran con sus ojos pegados en el techo blanco de su habitación. No voy a hablar, al fin y al cabo tengo ya una edad, no necesito estar atenta, pero me voy haciendo mayor y los soles aparecen y desparecen, se hace la luz y en un abrir y cerrar de ojos todo es penumbra; pero es tan atractivo.
La línea 6 cambiaba continuamente y Juan aún soñaba con que la suave brisa de verano del movimiento de Lucía fuera el antídoto para evitar el insomnio. ¿Se habrá casado?, ¿tendrá hijos?, se preguntaba día tras día. El sol sigue apareciendo y desapareciendo. Todo cambia.
Juan no se afeitaba comúnmente porque como un buen día su padre le dijo: Los hombres llevan barba, es algo que nos da el empujón para ser tratados como personas decentes. Pero, aunque no lo hacía por eso, hoy se había afeitado, dejándose la piel suave y esponjosa, tal como recordaba la cara de su padre cuando en las noches más duras del invierno apoyaba su cabeza en ella para refugiarse del frío. Hoy era el día en el que por fin iba a preguntarle a esa mujer que tanto tiempo había convivido con él, en ese autobús desde San Sebastián de los Reyes hasta la capital, su nombre. No, más que eso, iba a hacer una declaración de principios amorosos, como había visto hace un tiempo en no se que laureada película de Hugh Grant. No esperaba respuesta, si acaso una bofetada, pero estaba decidido, lo iba a hacer. Subió al autobús como se suben las escaleras de un hospital cuando tu mujer está de parto: sin respirar y sin esperar, pero habían pasado muchos soles, más de los que nunca habría pensado ver.
Lucía no estaba, ayer se dio cuenta de que quedaban pocos viajes en su bonobús latiente. Con el final de ese crédito de viajes, terminaba también su relación de desmesurada distancia con el chico, ahora hombre, del pelo castaño y la mirada perdida. No me atrevo y no lo voy a hacer pero quedará en mi corazón como el gran fallo que todos cometemos en nuestra vida, dijo Lucía mientras rozaba la palma de su mano contra su cada vez más indefenso corazón.
No se lo creía, Juan se quedó inmóvil, tras pagar su viaje, en el pequeño rellano que separaba las dos partes del autobús. ¿Dónde está? Se preguntaba una y otra vez, miraba de un lado a otro y volvía a mirar. Se sentó en su sitio de siempre, sobre el que todos y cada uno de los días había discutido la manera de hacer sus cosas, sus miedos en el trabajo, incluso la manera de empezar a querer a su esposa aunque nunca fuera tan fuerte como lo que sentía por lo de la chica del pelo dorado. Depositó el ramo de lirios sobre sus muslos y finalmente hundió sus ojos en la carretera que tantas veces había visto pasar al oxidado autobús de la línea 6. A sus sesenta y cuatro años, decía, lo malo del paso del tiempo no es el devenir al que todos estamos avocados, esa muerte extraña y aterradora, sino el olvido. El no volver a recordar lo que se ha sido o lo que se ha querido, el que todo lo que algún día hubieras valorado, se derrumbase en el ostracismo más irremediable.
A veces siento que el pasado y el futuro se acercan con tanta fuerza por ambos lados que ya no queda sitio para el presente, pero sigo en el presente. Acaba de llegar a mi parada y este hombre que durante más de 50 años ha observado a Juan y a Lucía, al pelo dorado de ella, a la barba de tres días de él, aquel hombre que os ha contado la historia de un amor desconocido, tiene que bajar del escenario de los sueños de otros y volver a la rutina del café con leche y el periódico partidista. No creo que vuelva a subir a ese autobús. No creo que vuelva a ver a Juan. Tanto he observado que me he cansado de ver pasar el tiempo de otros sin inmutarme que el mío casi está terminando. Me compraré un coche y terminaré esa novela que empecé hace un buen tiempo. Siento que con la muerte de Lucía se ha sentenciado mi final en este juego.
Y otro Sol más se esconde entre la montaña, advirtiendo que otro mes termina y otro sueño se rompe y otra vida se escapa.
1 comentario:
Los cruces de vidas son algo común en todos los elementos, pero esos soles que van pasando nos hacen descubrir posibles futuros...y que,sin atrevernos a avanzar, nos quedamos atravesando pupilas.
La misión del poeta está clara.el amor, la apatia,la envidia..viaja con nosotros.
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