miércoles, 11 de febrero de 2009

'La frenética soledad' (II)



Cierro el libro y lo guardo entre mis muslos. Han pasado dos horas y sólo he pensando en ti y en mi incipiente dolor de barriga producido por la asquerosa comida. Lo único que me ronda la cabeza somos nosotros: cogidos de la mano, nosotros aunándonos en deseo, nosotros.

Al lado estaba ella. Con su mirada azul, extasiada de perfección. Si ella hablaba, ni un ápice del mundo paralelo de mi tren se movía. Ojeaba una revista buscando relajación y algo de conocimiento que sumar. Levantaba la vista y me miraba. Nadie me conocía mejor, nadie se había convertido en carne de mi carne, como ella.

Y me volvía a acordar de ti.

Con el traqueteo llegamos a Atocha, la estación que sangró hace unos años y de la que yo ahora me transformaba en plañidera. Entre los papeleos me volví a mirar el tren que había aguantado mis desvaríos. Mi padre siempre me decía, que mi peor defecto, era racionalizar las cosas.

Miro el reloj. Son las cinco y media de la tarde. Media tarde de sufrimiento. Aún no sabía porque estaba en Madrid. Alejarme de los problemas era otro de mis defectos, o mejor dicho, mi manera de solucionar esos desbarajustes. No transcurrió mucho tiempo (no más del que llevas leyendo) y la cerveza ya corría por mi garganta. María, Clemente y yo. La mesa. Encima de ella, mis manos revoloteantes que paraban el tiempo de mi voz y acompasaban mi triste historia.

-Ella miente. Ella no está enamorada de Jorge. Lo que pasa es que no puede encontrar un tío mejor- me digo en voz alta.

Ellos callan. La amistad a veces te hace no perder los estribos y soltarle un guantazo dialéctico a tu compañero y decirle: “¡Despierta, estás en un sueño!”. Pero así son los tiempos, fluctúan. Como la percepción que tengo de ti por momentos. Soy un atormentado. Te tengo, te pierdo, te tengo, te pierdo.

...................continuará..................................

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